El sonido estridente del recuerdo lo despertó. Luego de un largo sueño, se
vio con más energía de la que podía contener, y una fuerza sobrenatural que se
apoderó de él lo llevó a romper las cadenas que lo mantenían atado.
Por fin volvía a ser el dueño de aquellos viejos y solitarios callejones
que se vestían de noche y eran decorados con un resplandor naranja formado por un
interminable ejército de guardias portadores de luz cuyas largas filas
terminaban fundiéndose con la negrura del infinito en los lugares más
recónditos de la galaxia. Hasta allí, lo transportaban largas alfombras de
asfalto que se deslizaban bajo sus pies a grandes velocidades. Así fue como
consiguió alejarse del lugar que había sido su prisión durante largos años, y
solo hasta que se hubo alejado lo suficiente de aquél sitio, una sensación de
libertad, que logró colarse por su boca entreabierta, empezó a danzar entre sus
papilas gustativas acariciándolas tiernamente con un suave sabor a victoria.
Sintió que una seguridad que no
experimentaba desde hacía mucho tiempo atrás, recorría todo su cuerpo, y en su
pecho chocaban emociones unas tras otras formando así una hoguera incandescente
cuyas flamas irradiaban una luz intensa a través de su tórax y que incluso era
visible por encima de su viejo saco verde.
Experimentaba un ardor dentro de su cuerpo que se intensificaba aún más con cada bocanada
de aire que tomaba. Por aquella época del año el aire que bajaba desde la negra
morada de los Dioses quemaba como el hielo, y al llegar a sus pulmones, los
hería con espadas de fina escarcha que cortaban su respiración. Las ráfagas de
aire no venían solas. Consigo traían un aroma intenso de color castaño claro
pintado con una suavidad que rayaba en la ternura, trepaba lentamente por sus vías
respiratorias e inundaba toda su cabeza con un éxtasis que estremecía cada
fibra de su cuerpo.
Esto, precisamente, era lo que le había dado aquella energía sobrenatural
que lo había llevado a escaparse; ese aroma antiguo pero reconfortante le dio
las fuerzas necesarias para romper las cadenas que lo ataban a un muro de
concreto que lo aislaba completamente del mundo y lo envolvía en una soledad
que, para alguien como él, no significaba más que el camino más lento y
doloroso hacia la muerte. Ahora que tenía una libertad renovada podría correr
cuanto quisiera, ir lo más lejos posible de aquél lugar donde había estado
encadenado tantos años. Aunque ya se había alejado varios kilómetros de allí,
aún podía sentir, impregnado en su cerebro, ese único olor que era dueño de
aquél solitario lugar. Era un olor a olvido, un aroma oscuro que helaba las
entrañas y reflejaba las más bajas pasiones del alma de quien estuviera allí
para captarlo. No le gustaba en lo absoluto. Con cada paso que daba, sin
embargo, sentía, como aquél nuevo olor, se instalaba en su cerebro quitándole,
poco a poco, espacio a ese otro horrible aroma. Ese olor se llamaba libertad, y
en realidad estaba compuesto de muchos olores diferentes que inundaban los
espacios que ahora recorría con tanta prisa.
Olores como el del asfalto, la gasolina, el aceite para motor y la humedad
eran los dueños del parqueadero que ahora atravesaba en la oscuridad. Más
adelante, el del césped recién cortado, el del agua donde se bañaban los patos,
y sobre todo, muy por encima de todo lo otro, los árboles y sus troncos con
aquél particular aroma en sus bases, casi allí donde empezaban sus raíces, eran
los aromas que caracterizaban al solitario parque por donde pasó corriendo,
deteniéndose en cada uno de esos árboles, para que ese aroma tan especial
llenara su cerebro y lo obligara a olvidar aquél otro aroma que tanto quería
olvidar.
Sí, todo esto era lo que poco a poco componía aquél único olor que seguía
visitándolo frecuentemente con cada bocanada de aire. Ese olor de color
castaño, marrón e incluso hasta color pardo que para él representaba la
libertad. Eso era lo que buscaba. Hacía allí se dirigía. Hacía aquél lugar en
donde todos sus recuerdos yacían junto a la dueña de aquél hermoso aroma. Ella era
su todo; su razón de ser, su vida, su libertad, su gusto por los aromas. Ella,
sin haberse dado cuenta, le había enseñado a conocer el mundo a través de su
nariz. Cada recuerdo que venía a su mente de momentos que había compartido con
ella, traía consigo un nuevo olor, un nuevo nombre para las cosas, una nueva
experiencia, un nuevo sentimiento; los olores ácidos le causaban escozor, los
dulces lo hacían salivar e incluso los aromas prohibidos excitaban su alma y lo
llevaban a cometer pecados que después aprendería a no volver a cometer. Toda
esa mezcla de recuerdos era lo que le daba esa energía para seguir a su
instinto, seguir un camino marcado por aquél olor que quería volver a degustar.
Ese olor de color castaño, lleno de ternura, de caricias, de amor; un olor
lleno de libertad.
Siguió corriendo durante toda la noche. Hubo intervalos de tiempo durante
los cuales él se sentía asustado de que lo hicieran volver a su prisión, y
otros durante los cuales el aroma se volvía mucho más intenso que antes haciéndole
creer que estaba cerca de su objetivo para luego volver a desaparecer y darle
paso a sus miedos de saberse cerca aún de sus cadenas. Luego de muchos lugares
recorridos, estaba llegando a lo que parecía el final de su jornada. Los olores
del lugar a donde había llegado le resultaban intensamente familiares. Las
calles, con sus casas de dos pisos delante de las cuales había pequeños tramos
de césped que olía a una gloria traída de tiempos de antaño, le hicieron saber
que había llegado al lugar correcto. Dejó entonces de correr y empezó a caminar
lentamente por aquella calle tan familiar. Su regreso, bañado solamente por la
tenue luz de las farolas y por la de un alba que empezaba a rayar en el
horizonte por detrás de las casas, lo hacía feliz. Con cada paso que daba
reconocía un nuevo olor aquí y allá: ¡Ah! La vieja casa del árbol de los
Martínez, con ese olor a madera gastada más por el tiempo que por el uso, pues
hacía mucho el pequeño Martínez había dejado de ser pequeño. En frente, aquella
casa misteriosa de doña Ester, un lugar al que no se había atrevido a acercarse
ni siquiera en sus más salvajes arrebatos de travesura. Esa casa olía a
abandono, a soltería, a amargura e incluso a brujería; en cada calle había una
así. Pero incluso el olor de la casa de doña Ester le alegró el alma pues lo
hacía sentirse de nuevo en casa. Estaba de nuevo en su reino, en esa calle que
por muchos años le había pertenecido. Allí había sido libre y ese olor a
libertad, de color castaño, tierno, lleno de caricias y amor estaba finalmente
a unos metros de distancia. Se encontraba justo en frente del buzón de la casa
de ella: Lina G_____
Emocionado, corrió hasta la entrada. Ni siquiera podía controlar sus propios
pasos; avanzó a tropezones, más arrastrándose que corriendo, hasta que llegó a
la puerta que estaba abierta. Entró muy emocionado a esa casa que conocía tan
bien. La sala aún olía a frutas sobre el comedor, la cocina conservaba ese
aroma a leche y galletas, el baño aún era la fuente de ese olor castaño que
despedía el cabello de Lina cada mañana; ese olor fresco, matutino, alegre y
lleno de ternura. Lina debía estar en el piso de arriba. Aún era muy temprano
para que se hubiera despertado. ¡Vaya sorpresa que le daría!
Subió muy despacito sin hacer ruido, y a medida que fue salvando escalones
su alegría fue disminuyendo. Del cuarto de Lina llegaba un olor extraño;
similar al olor del tronco de los árboles del parque, era intenso y tenía ese mismo
dejo de salvajismo de todos los demás, pero con una diferencia. No era uno de
esos comunes que se podían encontrar en cualquier lado. Éste parecía estar bien
alimentado, bien cuidado, lleno de cariño y ternura. ¿Podría ser…? ¡No! ¡Eso
era imposible! Lina jamás podría… Se acercó lentamente a la puerta del cuarto
de Lina y entró para comprobarlo.
Lo que vio lo dejó sin aliento. Su corazón se detuvo por un instante que
pareció eterno. Él nunca pensó que la culpable de que él hubiera estado
encerrado durante tantos años hubiera sido la dueña de aquél olor tan
maravilloso. Nunca llegó a imaginarse que alguien con un aroma en su cabello
tan delicioso, tan castaño, tan tierno a quien por tanto tiempo había llamado
libertad, fuera capaz de ser la causante de su encierro, de sus cadenas, de su
olvido, de sus miedos, de su llanto, de su tristeza. En ese momento sin
embargo, entendió que Lina, a quien él había asociado con el concepto de
libertad, era también capaz de volverlo prisionero. Muy triste, bajó las
escaleras, salió a la calle y se vio como uno más de esos que se encuentran en
cualquier lado abandonados a su suerte. No sabía a donde ir ni sabía que hacer.
Su nariz seguía trayéndole aromas de todas partes, pero el ya no quería saber
nada de eso. No se sentía ya digno de tantos olores que el mundo podía
ofrecerle, ahora solo merecía ese aroma que reinaba en el lugar del que se
había escapado; un olor a olvido, oscuro y que reflejaba las más bajas pasiones
de quien lo captaba. Entonces decidió volver a ese lugar, decidió volver a su
prisión.
A manera de Epilogo:
El guardia no podía creer lo que
veían sus ojos. Un perro negro, muy sucio, con aspecto de estar cansado, y con
las orejas agachadas se acercaba lentamente a la puerta de la perrera municipal
para ser sometido nuevamente. ¡Era el perro que se había escapado la noche
anterior! El jefe de la perrera no lo iba a creer cuando se lo contara.
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