jueves, 6 de febrero de 2014

El Dios de la Música

Juan Camilo se detuvo con una última exhalación mientras el sonido se perdía lentamente entre las almas de los presentes. Sus dedos aún irradiaban calor y quemaban todo lo que tocaban. El solo de guitarra que acaba de tocar era inigualable. Juan Camilo descolgó su guitarra eléctrica de su hombro y bajó del escenario. Una vez más había cumplido su cometido, elevar hasta la estratosfera a las 9.800 almas que abarrotaban las graderías del coliseo. Nadie, desde Mozart, había sido capaz de hacer tal cosa con un instrumento; componer una sinfonía digna de ser interpretada por toda una orquestra y elevarla majestuosamente con tan solo una guitarra, un piano, o un violín. Nadie después de Beethoven, había sido capaz de hacer danzar una melodía entre miles de colores formados por grandes oleadas de éxtasis que inundaban los corazones de quienes la oían. Nadie había nacido con tal don. Nadie había tenido el honor de ser el alumno predilecto de fantasmas que deambulaban por los lugares más recónditos del universo danzando en clave de sol y de fa. Nadie nunca antes fue bendecido por Apolo, el Dios de la música, con tal aptitud para acariciar un instrumento y hacer a su alma hablar a través de él.  Nadie después de un concierto de dos horas en el que no hubo descanso,  se hubiera encerrado en su camerino a seguir componiendo con su violín para relajar su mente y su espíritu después de tan magno evento.

Ninguna otra persona en el mundo, ningún otro artista, había llegado a ser tan reconocido y amado por tantas personas a lo largo y ancho de todos los cinco continentes. Tal reconocimiento se debía a que la música de Juan Camilo no discriminaba sexo, edad, raza, religión, nacionalidad, ni mucho menos gusto musical porque sus melodías, sus canciones, y sus sinfonías no estaban dirigidas al oído, éstas apuntaban a lo más profundo de la esencia humana. Llegaban a ese lugar escondido de la humanidad en donde las diferencias superficiales encontraban su tumba y daban paso al nacimiento de esa gran red intergaláctica que nos conecta a todos. Juan Camilo, conocía muy bien este lugar. Al momento de interpretar una simple nota musical se transportaba hasta allí, se encontraba consigo mismo y con el resto de la humanidad y veía las mismas necesidades, los mismos deseos, los mismos anhelos, y los mismos sueños. De este modo, sabía exactamente qué ofrecerle al mundo; conocía exactamente esa sola cosa que la humanidad necesitaba; una sola cosa, tan simple, pero compuesta de millones de sinfonías y millones de canciones con un solo nombre: Amor.


Juan Camilo entendió en ese momento que toda la esencia de la humanidad se reducía a eso. Decidió componer una última pieza, una última melodía que lograra hacer ver lo que era invisible; sentir  aquello que era intangible; oler lo inodoro; hallarle gusto al sinsabor,  y escuchar aquello que el silencio gritaba. Decidió componer la sinfonía final que haría entender a la humanidad el significado de la vida, la canción que redimiría a la humanidad de sus pecados y la elevaría al paraíso para hallar el edén perdido… Dejó su violín, tomó una pluma y acercó el pentagrama para trazar la primera nota musical; pero de repente el estridente sonido de un claxon lo despertó. Juan Camilo se dio cuenta que no estaba en ningún camerino, que no acababa de ofrecer ningún concierto. Simplemente se encontraba en un bus repleto de gente dirigiéndose al centro de la ciudad con su guitarra eléctrica en su regazo. Su guitarra… una creadora de sueños que ahora era el único objeto de valor que a Juan Camilo le quedaba por empeñar para poder pagar sus deudas. 

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